viernes, 22 de julio de 2016

La niña, el escritor... y el gato


La niña, el escritor... y el gato

(por José Roberto Saravia)

Prógolo

Don Javier Víquez se incorporó de su asiento al escuchar la voz de Anita, que lo llamaba con impaciencia. Cuando el hombre, adentrado en sus cincuentas y escritor de profesión, se encerraba en su estudio, absolutamente nada podía hacerlo salir. Nada, excepto la niña de cinco años.
“¿Qué sucede, hija?, preguntó curioso.

“Allí, allí. En el jardín. Vi una sombra negra.”, exclamó la niña mientras con su infantil voz prolongaba las últimas palabras, tal vez en un intento subconsciente y vano por ocultar un interés particular. Era justamente el mismo tono que ella empleaba cuando deseaba que su tío le leyese un cuento, jugase con ella, o le comprase un caramelo, pero no se atrevía a decírselo directamente. El escritor conocía ya ese tono a la perfección aunque la niña apenas cumpliría una semana a su cuidado.

“En serio”, agregó ella con sus grandes ojos abiertos y su boca cómicamente redondeada mientras el sonido de la “o” se extendía. El escritor sonrió. Indudablemente, la pequeña quería lo que fuese que se escondiera tras la tétrica imagen de la sombra negra en el jardín. El hombre salió exagerando un caminar sigiloso y se dirigió al sitio que apuntaba el regordete dedo índice de la niña. Se inclinó, recogió un bulto negro y regresó caminando cuidadosamente esta vez.

“Es solamente un gato negro”, le anunció mientras depositaba al felino en el suelo. “¡Un gato negro! ¡Un gato negro!”, repitió ella aunque evidentemente sabía de lo que se trataba antes de llamar a su tío. El hombre aborrecía las mascotas, en especial los gatos. Tal vez era superstición, pero no le agradaba el brillo de sus ojos ni su mirada fija, penetrante e insondable. Sin embargo, al notar el interés de su joven sobrina, le proporcionó al animal un poco de alimento y leche, de los cuales éste dio cuenta en un instante.

“¡Miauu, Miauuu!”, imitaba ella al felino y se entretenía en darle más alimento. Don Javier se aseguró de que el animal no arañase o mordiese a la niña, ya que no se trataba de un cachorro. Sabía lo que vendría a continuación: Anita fijaría sus grandes ojos en su persona y tímidamente sugeriría lo triste que el gato podía sentirse sin hogar. Tal vez incluso sería más osada y agregaría una frase como “Tío, los gatos negros necesitan los cuidados de las niñas, ¿verdad?”

Algo así sucedió. Sin saber por qué y a expensas de sus propios deseos o comodidad, el escritor cedió a la indirecta petición de la pequeña y le permitió conservar al animal siempre y cuando ella prometiese cuidarlo bien y además le diese un nombre bonito. “¡Como si un animal… en especial un gato negro, pudiese tener un nombre bonito!”, se burló mentalmente al entrar de nuevo en su estudio.

La niña entró un minuto después, y sin expresar palabra alguna, rodeó al adulto con sus cortos bracitos y lo besó. El señor Víquez se sintió el hombre más dichoso de todo el mundo.

“¿Qué es eso?” preguntó ella mientras sus ojos miraban la pantalla donde el procesador de textos aún retenía el trabajo recién iniciado del escritor.
“Ah, estoy escribiendo un cuento, como los que te leo. Pero estos no tienen dibujos”, le respondió él.

“¿Y qué dice ahí?”, inquirió Anita mientras señalaba una palabra solitaria y más negra que el resto, justo entre el título y el inicio de la historia.

“Ahí dice “prólogo”. Es algo así como decir antes de empezar”, respondió, ignorando si su definición sería lo suficientemente clara para la mente de su sobrinita.

“¡Prógolo, prógolo!”, repitió ella con una sonrisa mientras sus manos diminutas palmoteaban alegremente. “¡Ahí dice prógolo y mi gato se llama también Prógolo!”

En vano trató él de corregir el error. La niña ya había llamado al gato Prógolo y así se llamaría.


*********

La vida de Don Javier Víquez siempre había sido una vida solitaria. De carácter introvertido y dado a profundas reflexiones, había encontrado en los libros mejores amigos que en los seres vivos. Jamás había cuidado de una mascota y nunca había mostrado interés en ellas. Tampoco había formado una familia. Era un lobo solitario que se contentaba en el silencio de su estudio con la lectura de sus autores favoritos y la escritura de sus propias historias, en las que criticaba el status quo de la política y la sociedad. Su prosa era vigorosa y su verso era vehemente. Había sufrido hambres implacables y angustiosas necesidades al inicio de su carrera, pero poco a poco sus escritos fueron produciendo lo suficiente para subsistir. Gracias a ello y a su costumbre de ahorrar, su situación económica era ahora holgada, si bien su nombre no aparecía en las listas de autores millonarios. Él no lo sabía, pero estaba a punto de escribir una novela que, junto con sus obras posteriores, lo convertiría en un autor de renombre por los próximos veinticuatro años hasta el día de su muerte.

Su vida en la actualidad, gracias a la pequeña Anita, había variado de El Coronel no tiene quien le escriba a una historia que guardaría mayor similitud con el cuento de Heidi. Sin embargo, el seudónimo de El Coronel lo acompañaría hasta el final de su carrera y de su vida.

La niña había sido llevada a él luego de que un accidente automovilístico hubiese causado la muerte de la familia de la pequeña. Al ser él el familiar más próximo y encontrarse en una posición económica estable, algunos parientes le habían pedido que se hiciese cargo de ella. Por supuesto que él, conociendo sus limitaciones para funcionar en sociedad, había juzgado tal idea como una cuestión absurda, pero ante la negativa de otros parientes de aceptar a la niña, terminó por hacerse cargo él.

Los dos primeros días, el hombre sintió la sombra de la duda posarse sobre sí cual ave de rapiña. ¿Cómo podría cuidar de Anita? ¿Apenas podía con los adultos y se enfrentaría con una pequeña prácticamente en el ocaso de sus días? ¿Cómo la educaría? ¿Podría él evitar convertirla en un miembro más de su solitaria especie? Sin embargo, al igual que con la historia de Heidi, quien empezó a cambiar fue él y no la pequeña. Aunque su amor por los libros y la soledad continuaban, el corazón del escritor fue abriéndose poco a poco hacia los demás. La pequeña Anita, con tan sólo cinco años, le enseñaría al viejo Coronel no sólo a mirar la vida de otra manera, sino también a disfrutarla.

Prógolo, el gato negro y guardaespaldas de Anita, adoptado tan sólo una semana después de la llegada de ésta, enseñaría por su parte un sinfín de lecciones a ambos. Aparte de la compasión que aprendieron al traerlo a casa, una de las más grandes lecciones que el felino enseñó a los dos fue el respeto. Prógolo era un gato bueno y cariñoso, pero no era juguete de nadie. El animal poseía el carácter más explosivo que el señor Víquez había visto en una mascota. El gato, negro como la noche, constituía lo que todos podrían llamar sin error alguno un completo cascarrabias. No había forma de que el felino hiciese lo que su félida gana no quería. Si alguien trataba de levantarlo, moverlo, o alejarlo cuando a él no se le antojaba, Prógolo emitía un característico bufido de advertencia. Si los humanos continuaban, sus orejas se retraían, sus pupilas se dilataban y su bufido se escuchaba con mucha más fuerza. De continuar la molestia, el gato atacaba, ya fuera con un certero zarpazo o mordiendo, pero jamás usaba demasiada fuerza. De hecho, en la mayoría de las ocasiones lanzaba el zarpazo con las uñas retraídas. Muy raras veces Anita o Don Javier experimentaron el dolor que sus terriblemente afiladas garras podían producir.

La tolerancia fue otro valor que ambos adquirieron de Prógolo, tan singular como su nombre. Ambos tuvieron que acostumbrarse a que el gato jamás sería suyo. El felino, a pesar de haber sido castrado, nunca pernoctó en la casa. Dormía en una cajita de cartón que le prepararon frente a la puerta. Todos los intentos por convencerlo de dormir dentro de la casa constituyeron fracasos rotundos, firmados con el característico bufido del felino si no le permitían salir a acomodarse en su caja frente a la puerta. Durante el día, Prógolo se dedicaba a visitar las casas vecinas, donde algunas personas le daban alimento. Cuando Don Javier Víquez divisaba al gato en la lejanía andando de casa en casa y notaba a alguna que otra vecina quien con una sonrisa le proporcionaba algo de comida al animal, se preguntaba si el felino no era en realidad la reencarnación de algún monje budista tailandés. “Tal vez por cascarrabias lo condenaron a reencarnar en un gato”, se decía a veces.

Un día, cuando el escritor volvía de una visita a su casa editorial, descubrió algo horrible. En una cuneta, justo en la esquina de la calle para llegar a su casa, se encontraba el cuerpo sin vida de Prógolo. Los ojos del animal estaban abiertos desmesuradamente y su pelaje, antes negro y brillante, se veía opaco y desordenado. La boca del animal estaba cubierta de espuma.
Con un dolor intenso en su corazón, el escritor desvió su mirada. Él había temido que ese día llegase desde el momento en que supo que el gato no se quedaría a vivir con ellos. Sabía que en el vecindario habitaban personas que al igual que él aborrecían a los animales, pero a diferencia suya, los envenenaban cruelmente. 

Sin decir palabra, fue a su casa por una bolsa y periódicos, tomó el cuerpo y lo envolvió. Luego lo llevó a su hogar y lo enterró en el patio apresuradamente. Por fortuna, Anita se encontraba jugando en casa de Doña Mercedes, la vecina de al lado, con la hija de ésta.

Esa fue la última lección que Prógolo enseñó al escritor: el debate moral entre la mentira y la verdad aunado a la duda de si se está siendo altruista o egoísta. Aunque Anita ya conocía la muerte por lo ocurrido a sus padres, Don Javier juzgó más benigno ocultar a la niña la verdad. ¿O lo hacía por sí mismo? No hubiera resistido la reacción de la pequeña si ella hubiese sabido sobre el fin del testarudo gato o peor aún, si hubiese visto su cuerpo muerto. Ya fuera por ella o por sí mismo, el hombre prefirió callar. Cuando la niña regresó y preguntó por el gato los días siguientes, el Coronel respondía con rodeos y un horrible nudo en su estómago.

Los años pasaron y Anita creció. Tuvo otras mascotas, otras amigas… se interesó por los chicos. El viejo escritor fue incluso capaz de lidiar con sus tabúes cuando llegó el día en que ella experimentó su primera menstruación. Un día Anita anunció que había obtenido una beca y tenía la oportunidad de marcharse al extranjero a estudiar. Con los ojos nublados por el orgullo y la voz quebrada por la emoción, el ya viejo y cansado escritor la animó a cumplir su sueño. Aprendió que la felicidad más grande puede sentirse terriblemente triste a veces.


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Epígolo

El Coronel, ya entrado en años y con su cuerpo doblado por la vejez, escribía el final de una de sus exitosas novelas una noche lluviosa. Escuchó un ruido afuera y al salir descubrió un pequeño gato a su puerta: era tan sólo una bolita negra de pelos que cabría en la palma de la mano. Tomó al gatito en su mano y lo llevó a su estudio, donde le proporcionó algo de leche. Anita y su esposo lo habían visitado desde el extranjero hacía una semana… y ahora un gato estaba allí.

“Si Anita estuviera aquí, ¿cómo te llamaría?”, le preguntó al animalito mientras éste daba lengüetazos ávidos a la leche. El viejo miró al monitor, donde destacaba una palabra casi al final de su novela. “Sí. De seguro así te llamaría”, dijo con una amplia sonrisa a su pequeño y nuevo amigo.

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"La niña, el escritor... y el gato" es el sétimo cuento que escribí. Lo terminé en febrero de 2010 y se publicó por primera vez en la Revista de Lenguas Modernas, de la Universidad de Costa Rica, en el volumen 18 (2013).

Este cuento también forma parte de mi primer libro, Segmentos en la vida de un monstruo y otras historias fantásticas (2014). Para saber más de dicho libro, puede visitar este enlace, y si desea leer otros de mis cuentos, puede acceder a este otro enlace.

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